"El equipo femenino del Centro Vecinal": un cuento de Marcos J. Villalobo que revive la magia del fútbol en Embalse

Basado en hechos reales, este relato de Marcos J. Villalobo revive la historia de un equipo de mujeres que en los años 80 desafió estereotipos en Embalse. Publicado en calamuchitaenlinea.info, rescata la memoria de partidos, festejos y una pasión que unió al barrio.

HoyMario Pablo LópezMario Pablo López

A mediados de los años 80, en un barrio de Embalse, el fútbol dejó de ser solo cosa de hombres gracias a la iniciativa de un grupo de vecinas que, con camisetas blancas y rayas verdes, salieron a la cancha para jugar, divertirse y competir. Lo que comenzó como un partido por el Día del Amigo derivó en participaciones en torneos, títulos obtenidos y celebraciones en caravana por las calles. Más allá de los resultados, el equipo femenino del Centro Vecinal del barrio Aguada de Reyes dejó una huella que trascendió lo deportivo, desafiando prejuicios y demostrando que el fútbol, en esencia, no tiene género.

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                                     EL EQUIPO DEL CENTRO VECINAL

                                                             Por: Marcos J. Villalobo

 

¡Abuela, vamos a jugar a la pelota!

 

La tierra volaba cuando pateaban. Yo era un niño y por eso las imágenes se desvanecen, pero están: una cancha de tierra, muchos árboles a su alrededor, un camión, un buen marco de gente mirando el partido; y ellas sonriendo. Eso está claro, las señoras que jugaban sonreían, se divertían. Y gritaban mucho, eso también está fresco en esas remembranzas que se intentan escapar. Verde, hay mucho verde en aquel pueblito de las sierras cordobesas, menos en la canchita. El partido era en el Corcovado y se encontraban estas mujeres jugando al fútbol con una sonrisa de oreja a oreja: disfrutando del juego.

 

Para contar esta historia no puedo ser certero. El fútbol tiene muchas veces, en sus recuerdos, mezclas de ficción y realidad. Exageraciones que provocan un acontecimiento más épico al suceso. El fútbol nos permite muchas veces fantasear. ¡Qué fantástico que es fantasear con el fútbol! Probablemente, escribe Roberto Meléndez, “aquello sea lo más real del fútbol”.

 

Esta historia del equipo femenino de fútbol del Centro Vecinal del barrio Aguada de Reyes es el primer recuerdo que tengo de mujeres jugando al fútbol. Quien escribe tenía tan sólo cinco años, por eso es que las imágenes no son tan claras, y también es la razón por la que se crió viendo a la mamá jugando a la pelota. Nunca lo vi como algo “raro”; no existió ese prejuicio de “el fútbol es para hombres”. El fútbol es hermoso y no tiene género. Es fútbol, una excusa perfecta para vivir.

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Cuando recuerdo a aquel equipo de camisetas blancas y rayas finitas verticales verdes, tengo la imagen de las risas de esas mujeres que corrían atrás de una pelota. La memoria me lleva a ese partido en el Corcovado, donde mi mamá era arquera. Pero, al empezar a averiguar sobre aquel recuerdo, encontré que esa fue una casualidad. Mi mamá no era arquera siempre, fue sólo ese partido. 

Pero también me confirmó que esa imagen de mi mamá atajando pelotazos era real, no era producto de mi imaginación.

 

“Nosotras empezamos a jugar en el barrio. Se hizo un partido para el día del amigo. No recuerdo bien el año, tiene que haber sido en 1985. El técnico era el Pancho Cuello, no me acuerdo bien todas las que jugábamos. Estaban la María del Carmen Zabala, la Odilia y su hija, la Rosita Brito, la Mabel Haedo...”, recuerda Catalina del Carmen Fernández sentada en su sillón con la mirada perdida en el recuerdo, más allá de que -supuestamente- está viendo en la tele una novela turca de la tarde. Hace frío en Embalse cuando ella comienza a repasar aquella época.

 

“Jugábamos en el barrio. Nos gustaba. Un día fuimos a un torneo a Amboy y nos llenaron de goles ja,ja,ja... Después fuimos al Corcobado, y también perdimos. Pero ahí fue que no tenían muchas chicas para hacer equipos y nos pidieron si podíamos colaborar. Y fui al arco. Jugamos bien y nos invitaron a un campeonato a Río Tercero”.

 

No recuerdo si había prejuicios hacia ellas. Era un nene y andaba correteando por ahí, y veía a mi mamá jugar a la pelota. Mientras escribo, otras imágenes saltan: en el barrio Aguada de Reyes de Embalse en aquella época había dos canchas. Ambas ya no existen. En estos terrenos se han construido casas. Pasó mucho tiempo. Ese señor que se asoma por la ventana ni se debe imaginar que, en ese preciso lugar, más de 30 años atrás había un arco de fútbol. Cambia, todo cambia.

 

Volvemos a la historia...

Las habían invitado a un torneo de fútbol femenino en Río Tercero. Recordamos el año: 1985. 

 

“No nos querían llevar, porque decían que éramos muy malas nosotras”, recuerda mi madre, y se vuelve a reír. Cuando mi mamá se ríe, su panza parece acompañar la carcajada. 

Pero siempre está aquel que busca ir contra la corriente y se la juega: el personaje que nos salva las historias. En ese caso fue el Carlos González. 

 

“Ese hombre nos llevó al torneo, allá, a Río Tercero. Fuimos con la ‘Beby’ Cuello, que era la presidenta del Centro Vecinal. No me acuerdo bien, pero empezamos jugando el torneo en una rueda de perdedoras. Y bueno, empezamos a jugar y a ganar, jugar y ganar, siempre por penales ganábamos. No me acuerdo cómo terminamos. Pero a partir de ahí, empezamos a ir a otros torneos y salíamos campeonas bastante seguido. En el Centro Vecinal teníamos varios trofeos. Éramos buenas. Me acuerdo que al primer torneo que salimos campeonas nos esperaron en el barrio y salimos en caravana a festejar, tocando bocinas por las calles del barrio. No había teléfono en esa época como ahora para avisar. Cuando llegamos al barrio tocábamos bocinas. Nadie apostaba una moneda por nosotras, decían que éramos muy malas, pero cuando salimos campeonas todos en el barrio salieron a festejar. Hicimos caravana. Fue hermoso”.

 

¡Abuela, vamos a jugar a la pelota!

 

El vapor sale manso de la pava. En la hornalla de atrás, algo tiembla. Afuera, los árboles no se mueven, pero se oye un perro ladrar. Después se suman un par, entre ellas la Pía, la mascota de mi mamá.

Ella se levanta despacio, como si no tuviera apuro. Busca las tazas en la alacena sin mirar. Las apoya en la mesa.

La foto está sobre el mantel, al lado del azucarero.

La agarra con dos dedos, como si fuera frágil, y la acerca a los ojos.

Sonríe.

No dice nada todavía.

 

La foto que está en el álbum de la época, muestra a ese equipo. Mi mamá empieza a recordar a las jugadoras:

 

“Estaban la Mabel Haedo, la Odilia Azategui, doña López, la “Negra” Britos, la María del Carmen Zabala, Nancy Marín, Susana Ramírez, Rosita Brito y la ‘Beby’ Cuello. ¡Qué bella época!”.

 

Esa frase: “¡Qué bella época!”.

Retumba.

Parece un eco en el cuarto. 

Y sonríe, como cuando sonreía junto a aquellas amigas que formaron un equipo, justamente, en un día del amigo.

 

Al otro año nos fuimos a vivir a otro barrio. Mi mamá ya no jugó más en ese equipo. Años más tarde, la “Beby”, que era la señorita “Beby”, fue mi maestra de quinto grado. De las mejores. Y el fútbol siempre presente como enseñanza de vida.

 

Ellas, aquel equipo, ya en esa época me enseñaron que el fútbol no tenía nada que ver con el género. Ellas campeonas, más allá de que ganaran por penales los partidos y celebraban con caravanas de autos en el barrio, eran campeonas porque iban abriendo puertas en contra de los prejuicios. Y todos festejaban. Ese era el barrio de mi primera niñez, donde se celebraba el fútbol.

 

La foto queda sobre la mesa.

La taza, tibia, entre las manos.

Por la ventana entra un sonido, parecen risas, ecos de un grito de gol, de aquellos que no salen en los diarios, de esos goles que se festejaban en esas canchitas como las de El Corcovado...

Mi mamá mira por la ventana. No dice nada.

También me quedo callado.

Hay cosas que se entienden después.

 

¡Abuela, vamos a jugar a la pelota!

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