"El Boby": la huella eterna de un perro en la memoria, un cuento de Marcos J. Villalobo

Un relato sobre la infancia, los secretos compartidos y la despedida que marcó para siempre la vida de un niño.

Hace 1 horaMario Pablo LópezMario Pablo López

Las memorias de la niñez suelen guardar silencios y afectos que perduran. En este cuento de Marcos J. Villalobo, la figura de Boby, un perro callejero que se convirtió en familia, acompaña los juegos, las confesiones y los sueños. Una historia que habla de la amistad más pura y de las ausencias que nunca se olvidan.

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                                             El Boby

                                              Por: Marcos J. Villalobo
 

¿Te acordás del Boby?, preguntó el Penano.  

Lo miré como desorientado. 

¡El Boby! Teníamos un perro que se llamaba Boby, insistió. 

No, Penano, no me acuerdo, le mentí a mi hermano.

 

Pero mirá si me voy a olvidar del Boby. Claro que lo recuerdo: era pequeño, negro, con manchas blancas en el pecho, que parecía que llevaba una corbata.  Lo encontramos en la calle, cerca del colegio, comía basura. Estaba acompañado con otro perro que nos ladraba, ladraba y ladraba. El Boby como que nos quiso defender, y el Penano lo acarició, le pasó la mano por la cabeza y lo calmó. El Boby nos acompañó hasta la casa de la nona Rosa. Y se aquerenció. Esa misma tarde el Penano le puso ese nombre: Boby, por Boby Goma de Video Match.

 

El Boby era bueno, pero llorón. La primera noche lloró toda la noche. In-so-por-ta-ble. El Penano se levantaba, le daba agua y se calmaba, pero cuando nos dormíamos, volvía a llorar. Es cachorrito, nos explicó la nona. Aunque nos advirtió que, si volvía a pasar una noche mala por culpa de ese perro de mierda, nos mandaba de vuelta con la mami. 

Parece que el Boby escuchó la sentencia, porque la segunda noche se portó como un santo.

Eso sí, a la mañana le cagó toda la puerta de entrada. Lo supimos por el grito. La nona salió temprano a regar las plantas y con sus sandalias pisó bosta perruna.

El Penano limpió. Yo me hice el gil, decía que el Boby no era mío. 

Pero con el tiempo le tomé cariño, y ya no fue sólo del Penano. También fue mío. Fue de la nona. De los vecinos. Nuestro perro, nuestro Boby.

 

Al año siguiente, me fui al internado a Villa María. Yo volvía los viernes por la tarde y el Boby me esperaba en la ruta, en la segunda garita de Embalse, y me acompañaba hasta la casa de la nona. Movía la cola el camino entero por el barrio Aguada de Reyes. Mientras caminábamos, yo le contaba cómo había sido la semana, las cagadas a pedo de los preceptores, del potaje de arroz, de la profesora de música, del profesor de dibujo técnico, de los partidos con los de segundo año. El Boby fue el único que supo que no la pasaba bien con los de Segundo. Ellos se enojaban que los cagara a goles o les hiciera caños, y me agarraban a trompadas, a veces, en el baño. Cuando le contaba llorando, el Boby -ni que supiera- me saltaba al lado para que lo alzará. El Boby era inteligente.

  

¡Pero mirá si no me voy a acordar del Boby! Nadie lo sabe. Cuando mi novia me habla del Yayo o del Tito me hago el tonto. Cuando me hablan de las mascotas, me hago el duro. No quiero saber nada con los perros, digo molesto. No quiero saber nada de los perros, porque no quiero volver a extrañar, es la verdad.

Ha pasado el tiempo. Nunca más volví a tener un perro.

 

Recién bajé del colectivo, volvía del trabajo en esa amansadora urbana: un bondi que estaba repleto de rostros angustiados. Todos vimos cómo un taxista - sin querer - atropelló a un perro que cruzó desorientado la calle. Algunos-muchos lloraron. Yo quedé paralizado: miraba desde la ventanilla: es que veía al Boby, que aquel viernes me esperó y esperó en la ruta. 

 

No olvido ese viernes de 1996. El colectivo en el que volvía del internado se rompió. Y llegó dos horas después. Bajé del colectivo, Boby corrió y cruzó... sin mirar.

 

El Boby fue mi primera y única mascota. ¡Mirá si lo voy a olvidar! Fueron cuatro años inolvidables. El Boby sabía mis secretos, mis dudas, mis miedos, mis alegrías, supo quién era la chica que me gustaba y supo cuando le di mi primer beso a una cuadra de la casa de la nona, porque estuvo sentado al lado de mi pierna derecha mientras yo temblaba de los nervios. El Boby supo que el Amor después del amor fue el cassette que le robé a mi primo Mauro, y, también, supo cuándo me escapé de la casa de la nona para ir a Over Lake.

El Boby fue el primero que supo que había quedado en Newell's y movió la cola de alegría, como si entendiera. Bah, seguro entendía, si el Boby era re inteligente. 

 

Aquel nefasto viernes yo venía con la noticia de que en tres meses me iba a Rosario. Yo sólo se lo quería contar a él, a mi perro, que ya no era un cachorrito, estaba grande y ágil para las disputas con otros perros. 

 

Existen retazos de momentos que perduran por siempre, ineludibles compañeros como el Boby, aún a pesar del dolor que nos causan.

Al Boby nunca le pude contar que mi sueño futbolero estaba cerca: cruzó la calle sin mirar y desapareció en la in-mor-ta-li-dad.

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