metricool trackermetricool tracker

“La súplica de Borussia y esa ilusión de ser”,el nuevo cuento de Marcos J. Villalobo en Calamuchitaenlinea.info

Marcos J. Villalobo presenta un relato entrañable y nostálgico, donde un viejo botín revive la historia de un niño, su amor por el fútbol y el paso del tiempo. Una historia sobre los lazos, la infancia y la magia de los sueños que nunca se apagan.

HoyMario Pablo LópezMario Pablo López

La infancia como territorio infinito

En este cuento, Marcos J. Villalobo convierte un simple par de botines en voz y corazón de una vida entera. Desde la mirada de “la zurda”, el autor teje una historia que une ternura, memoria y fútbol, evocando esos momentos donde jugar era soñar y crecer dolía un poco menos. Con una prosa sensible y cercana, Villalobo nos invita a regresar a la vereda, al potrero y al brillo de los recuerdos que siguen latiendo, incluso cuando el tiempo ya pasó.

                           “La súplica de Borussia y esa ilusión de ser”
                                               (Por Marcos J. Villalobo)

“En esa ilusión de ser,

el tiempo muere y renace

sin que se sienta correr.”

(Fernando Pessoa)

 

Recuerdo cuando llegué en esa caja. Estaba oscuro, hasta que apareció la luz; y con la luz, tu rostro; y con tu rostro una sonrisa infantil picaresca. Los ojos te brillaban, los cachetes se te pusieron colorados. ¿Cómo olvidar ese momento? Me tomaste con las manos, y me revoleaste por el aire. ¡Gracias, mamá! ¡Gracias, mamá! Gritabas. Le diste un abrazo, pero no me soltaste. Mi par, te seguía observando desde la caja. Me habías elegido. Me olfateaste como novia al ramo y rozaste las yemas de tus dedos por todo mi cuerpo.

Me llamaste: zurda.

Y llegó ese instante que se inmortalizó: me pusiste en tu pie. Calzamos justo. 

Volviste a zarandear a tu mamá. Yo la veía: estaba tan contenta, como la vi hace siete años cuando nació tu hijo. ¿Cuánto calzará ahora? ¿Ya llegó a los 33?

 

Te veo, Pedrito, sí para mí siempre serás Pedrito; te veo, y me acuerdo de aquel primer picadito en la canchita del viejo Spinelli. ¿Te acordás lo primero que hicimos? ¿No te acordás? Le tiramos un caño al gilazo del Diarrea López. Qué hermoso túnel. Después, también, me acuerdo de la primera vez que jugamos federados. Debutamos con ese golazo de tiro libre en la canchita de Fitz Simon, en Embalse. Gol de visitante, qué celebración fue esa vuelta a Villa Rumipal.

 

En las tardes, antes de la cena, te sentabas en la vereda, al frente de la casa, descalzo, y nos lustrabas. Todos los días. Aunque parece que te abusabas un poco. Me río, sí, porque lo hablábamos con derecha, y decíamos que nos acariciabas de más. Pero, ¡cómo lo disfrutábamos!  Tus manos pequeñas que no sabían todavía de la medida justa del cuidado, por eso, no era dolor: era exceso de amor mal calibrado, bruto, torpe y, por eso mismo, sincero. Era nuestra ceremonia, íntima, cercana, tan nuestra, tan… ah, me faltan las palabras… Porque no era sólo el brillo: era el instante detenido en el que el mundo se reducía al roce del trapo, al olor del betún, a la respiración corta de tu infancia. Siempre nos tenías impecable.

 

Qué meses esos, ¿no? Nos llevabas a todos lados junto con ese álbum de figuritas. Y gritabas que eras Caniggia, y otros días decías que eras el Toto Schilacci. Al otro año jugamos el torneo colegial y le ganamos la final a unos de Río Tercero. Hicimos tres goles en la final.

 

Ya estábamos un poquito desgastados. Un tío, me acuerdo de ese tío tuyo, que quería salvar las cagadas de tu papá y te ofreció comprarte unos nuevos. Llegó un mediodía, los platos todavía estaban sobre la mesa y vos charlabas con tu mamá de la prueba de Geografía que tenías en una semana. No olvido la cara de tu mamá cuando sintió el golpe en la puerta y se escuchó del otro lado la voz de ese tío. Ellos siempre se reían porque tenía el mismo timbre de voz que tu papá. Entró con la mirada al frente y a pura carcajada. El pelo bien cortito, una remera blanca impecable. Acá huele rico, expresó; y luego hablaron cosas de grandes, hasta que en un momento se le ocurrió esa idea de comprarte unos botines nuevos. Unos Adidas hermosos, dijo. Pero vos fuiste fiel, y eso jamás olvidaré. Yo uso los Puma Borussia, son los del Diego, respondiste.

Y me seguiste cuidando.

Ah, ese tío tuyo, ¿recordás que a la semana te trajo la camiseta de Belgrano? Pero vos eras hincha de Instituto, decías, como tu mamá: la Gloria.

 

Ese año me usaste menos. Qué porquería, ¿no Pedrito? La patada que te dio el Diarrea López nos jugó una mala pasada y ese yeso fue toda una carga. Te veía sufrir. Querías jugar. Veíamos a los Supercampeones juntos: nos hicimos fanáticos del Niupi y Oliver Atom se transformó en nuestro ídolo.

Cuatro meses después, volvimos a unirnos: yo y tu pie zurdo. Hicimos dos goles a Talleres de Berrotarán, pero ambos sentimos que algo estaba sucediendo. Ya no eras 33. Nos incomodábamos. ¡Cómo crecen los niños!, le alcancé a escuchar una tarde a tu mamá hablando con doña Rosa. Era una voz de angustia, porque las zapatillas también te estaban quedando chicas, y nosotros veíamos que crecías. Me acuerdo que la Gloria, en su momento, había comprado un número más grande, para que tengamos una larga compañía. Sentíamos que calzábamos justo: los dos, nos convencimos de eso. Duramos más de lo que se podía. Pero ya no era lo mismo. Y jugamos un par de partidos extras, incluso, junto con derecha, teníamos varias heridas. Heridas que llevamos, aún, con orgullo. Algunos hilos se han ido, los tapones se avejentaron, las puntas de los cordones se desgastaron. Los achaques del tiempo.

Ese último partido, ese último partido, ese último partido que trato de no acordarme, Pedrito; es la verdad, qué queres que te diga. Fue en ese potrero de barrio El Mangrullo, y la verdad es que tu pie había crecido y no podías hacer nada. Estaba claro: ya no eras 33. Yo, creéme, trataba de estirarme, hacía lo posible e imposible, no sé cómo explicarte. Lo único que nos salió fue ese caño al bueno del Toro González, que era tan grandote que no pudo cerrar las piernas; pero eso sólo pudimos hacer. Fue la última buena jugada. Qué loco, Pedrito, un caño abrió y cerró nuestra historia. Pero te sentías frustrado, y, 5 minutos, después nos separamos: me sacaste de tu pie y me revoleaste afuera de la cancha. Cuando terminó, como arrepentido, fuiste y nos agarraste, a mí y a derecha, y volvimos a casa. Nos lustraste por última vez: ese ritual que tanto nos unía. Aconteció en silencio y con pausa. Esa vez sentí que querías guardarme brillante para siempre, como si fueras a encerrar un tesoro secreto, comprendiendo que ya no habría más caños, taquitos, pases, sombreritos, ni goles juntos. Nos lustraste con delicadeza, tus manos temblaban, nos estabas despidiendo, nos estabas conservando como un pedazo tuyo. Eras un niño, soñabas en grande. Y nos guardaste.

 

Pasaron los años,

y sigo acá: 

manteniendo la ilusión de seguir siendo.

 

Te miro desde este lugar, al lado de las copas, del escarpín celeste que te tejió tu nona Honoria, los recuerdos, donde de vez en cuando alguna araña quiere tejer su nido, y te veo y te extraño. Vi que usaste unos Predator (¡cómo me dolió!); pero más sufrí cuando empezaste a usar unos coloridos, llamativos; esos no eran de tu estilo, vos siempre decías que te gustaban que fueron negros. Aunque el cuero se me puso débil, se me erizó cuando colgaste esos Nike, y dijiste hasta acá.

 

Veranos, otoños, inviernos, primaveras, triunfos, derrotas, algunos empates; viajes, risas, gritos, decepciones, pruebas fallidas, tristezas, volver a empezar; tu primera novia, tu primera borrachera, tu segunda novia, esa a la que a tu mamá no le gustaba, esa con la que te casaste, tu segunda borrachera; Prófugos, de Soda Estero y El amor después del amor, de Fito Páez; alguna mudanza, bailes, fracasos, miradas, silencios; mundiales: el gol del Diego a los griegos, el gol de Hagi, el gol de Zanetti, el gol de Bergkamp, las madrugadas tristes del 2002, el gol de Saviola, el gol de Klose, el gol de Palermo, los goles de Klose, los goles de Messi, el gol de Gotze, el gol de Rojo, el gol de Mbappé, llantos, vueltas olímpicas, Qatar 2022; el nacimiento de Dieguito, la partida de la nona Honoria, el Gordo de Navidad que ganó tu tío, la muerte de tu tío a los dos meses de ganar el Gordo de Navidad; el novio de tu mamá, las ojeras de tu mamá, el reencuentro con tu papá, y la última bronca con tu papá; Azúcar del Estero, de Lisandro Aristimuño; amaneceres, siestas soleadas, algún picado con amigos, partidos sin botines, noches sin estrellas, la tos de tu hijo, la fiebre de tu hijo, madrugadas de insomnios; los cumpleaños de Dieguito y la felicidad en tu rostro; Tantas cosas que vi, Pedro.

 

Y acá estoy: esperándote; recordándote. Olvidar no está en mis planes. Ya lo dijo el poeta, ni se sueña ni se vive: es una infancia sin fin. Te miro desde este espacio donde me has guardado, y el tiempo pasa. Dicen que ya no sos Pedrito, que ahora sos Pedro. Ya sé que no estaremos más juntos con tu pie. ¿Pero el Dieguito? Ya lo he visto pateando. Le pega bien y también es zurdito, igual que vos. ¿Viste cómo pone el pie? Lo abre, como si supiera. Estoy viejo, pero no roto. Mi empeine está impecable.

Me guardaste como amuleto: decías que fui tu primer botín. La vez pasada, vi a derecha, en una caja. Servimos todavía. 

 

Por eso, por favor, te lo suplico, no le compres a Dieguito botines nuevos: que me pruebe, vas a ver cómo lo voy a ayudar a tirar los mejores caños del pueblo. Y quién te dice, a lo mejor me transformo en su nuevo amigo; a vos te no fue tan mal conmigo.

 

FIN.

Te puede interesar:

cancha-argentino-los-condores1-640x412“El pase de ensueño del nono Beto”: el fútbol, los recuerdos y la vida en un cuento de Marcos J. Villalobo

Lo más visto

Ahora podés tener todas las noticias de Calamuchita en tu Email.

WhatsApp