UNA ETERNIDAD CON FORMA DE ABRAZO

A partir de hoy, cada 15 días, compartiremos en Calamuchitaenlinea cuentos inéditos del periodista y escritor Marcos Villalobo. Estas historias tendrán un sello especial: estarán ambientadas en paisajes, barrios y lugares icónicos de Calamuchita. Una invitación a redescubrir nuestra región a través de la literatura, con relatos que conectan emociones, personajes y escenarios que todos conocemos y amamos. ¡No te lo pierdas!

Cultura Calamuchita15 de enero de 2025 Marcos Villalobo

Y una mañana te despertás y ahí están: las primeras canas. Te das cuenta que es más que una señal física, es el recordatorio de que las agujas del reloj jamás se detienen. Te miras en el espejo y no logras reconocer a ese niño de aquel otoño; y peor es darte cuenta que el superhéroe ya se fue.

Aunque tengo –y creo que todos los maradoneanos lo tenemos – esta extraordinaria sensación de que él se volvió omnisciente, y que nada de lo que hagamos, creamos o percibamos se le puede ocultar.

Por eso voy a recordar ese momento, que seguro él ya sabe. ¿Yo? Tengo mis dudas. En mi mente tengo una fotografía, que no sé si es real, o si la memoria me juega una mala pasada. Pero está en mi memoria, y por algo debe ser.

IMAGEN CUENTO CON AI 02

Hay días que nos marcan por la eternidad, que su simple evocación provoca melodías en la piel. Y si esos días son vividos en la infancia, aumenta su significado. La remembranza me lleva hasta un día nublado en Villa Irupé, en aquella casa bien metida en las sierras cordobesas, donde abundaba la arboleda y los perros. Uh, lo que ladraban esos perros aquel junio. 

Busco en la memoria.  Yo tenía 6 años. Busco en la memoria, y esa mañana – seguro- jugaba con Alejandra, mi hermana.  Busco en la memoria y ese mediodía, quizás, mi mamá hizo estofado o puchero. Busco en mi memoria y encuentro juegos, ilusiones y anhelos, allá en Villa Irupé; y a miles, miles de kilómetros, mi superhéroe sonreía ante algún chiste del Tata Brown o el Loco Enrique.

 Me recuerdo que a la tarde estaba sentado frente al televisor de aquella casa de ventanas grandes. En esa casa vivíamos mi mamá, mi papá, mi hermana y yo: juntos. Me recuerdo ese 22 de junio de 1986 a todos juntos. 

 El televisor estaba el comedor. Era un televisor en blanco y negro. En esa época, salvo los que tenían guita, todos teníamos televisor en blanco y negro.

Se disputaba la Copa del Mundo en México, y en mi casa lo seguíamos por la tele. Argentina jugaba ante Inglaterra. No les voy a contar a ustedes lo que significó para el país ese juego y lo que pasó esa tarde. Les quiero contar lo que me pasó a mí con ese juego. 

O lo que creo recordar.

No me sale decirlo con la fantasía de Ariel Scher, que describió que Diego “es un fuego, capaz de encender otros fuegos, calentar lo que parece atenuado por el invierno, aquel día de aquel invierno, este domingo en que una jugada y un partido se comieron un mundial”.

Tampoco se me ocurre el ingenio de Osvaldo Soriano que narró que “Maradona es el gran relato de este país. Un gran relato que todavía no terminó”.

Y menos me sale como Eduardo Sacheri, que sintetizó: “No me jodan con que lo mida con la misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales”.

Entonces, a mí me sale recordar que el más maravilloso futbolista de todos los tiempos hacía el gol más espectacular de todos los tiempos con una imagen de mi niñez allá en mi pueblo, en las sierras cordobesas.

Fue después de ese golazo a los piratas británicos que lo evoco y detengo las agujas del reloj, por más que mis canas me hagan ver otra realidad.

Porque rememoro que mi mamá festejaba, que yo saltaba, mi hermanita no entendía nada, pero reía. Y mi papá, mi papá celebraba con los ojos llorosos. Nos abrazábamos. Nos abrazábamos los cuatro: mi mamá, mi papá, mi hermana y yo. Y los perros del barrio ladraban. Le ganábamos a Inglaterra. Argentina clasificaba a semifinales del Mundial de México. Todos en el barrio, en el pueblo festejaban. El país festejaba. Seguro que ustedes, en sus pueblos, salieron a festejar. Estaba asombrado con lo que hacía ese superhéroe con la camiseta número 10 en la espalda. Yo era un nene de 6 años, poco me puedo acordar, dicen. Pero en mi memoria está esa imagen inolvidable: mi mamá, mi papá, mi hermana y yo, abrazados festejando por Maradona. 

Fue especial, porque a los pocos meses mi papá se fue de casa, a vivir otra vida, a hacer otra familia, y no regresar más. 

Por eso, recuerdo y quiero a mi superhéroe, que me dio ese regalo: una eternidad con forma de abrazo.

 

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