Nuevo cuento de Marcos J. Villalobo en calamuchitaenlinea.info: “Los pinos de Villa General Belgrano”

El reconocido autor presenta una historia que combina fútbol, ciencia ficción y nostalgia en el corazón de las sierras. Una mirada sobre el desarraigo y la infancia desde la plaza de un pueblo que resiste al olvido.

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En esta nueva entrega, Marcos J. Villalobo vuelve a ambientar su narrativa en Villa General Belgrano, escenario constante de su imaginario literario. “Los pinos de Villa General Belgrano” es un cuento donde el futuro y el pasado conviven en el cuerpo de Brunito, un niño elegido para jugar al fútbol en Marte. Sin embargo, más allá del destino brillante que le auguran los adultos, él sólo desea quedarse jugando entre pinos, piedras y amigos. 

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 Los pinos de Villa General      Belgrano

                                                Por: Marcos J. Villalobo

 

Desde la cocina llegaba un aroma a locro, a ese locro que sólo su mamá Liliana sabía hacer. Era la comida preferida de Brunito. Había algo en ese aroma del locro, algo tibio que se le metía por dentro y le daba un gusto a despedida.

Dicen que tiene “el gen”, comentó su padre, mientras miraba el cielo de Villa General Belgrano. El espacio le devolvía la mirada. Liliana lo escuchaba. Brunito los observaba desde la ventana: él no entendía nada de eso que hablaban, de que él tenía “el gen perdido”.

Volvieron a hablar de eso en el almuerzo, donde su papá parecía que estaba en una fiesta, y brindaba con su mamá. Brunito sólo comía, con la mirada gacha.

 Los pinos vgb

Después podremos ir todos, dijo su mamá más tarde, doblando ropa en la habitación. Él seguía mirándolos, sin decir nada.

Nos prometieron que luego de unos meses podemos ir nosotros también. Nos darán una casa, con ventanas panorámicas y un simulador de las sierras cordobesas, agregó Liliana con esa voz ronca que Brunito ya empezaba extrañar.

Él solo miró las medias que ella doblaba, todas rojas, iguales.

 

Mañana Brunito debe viajar. Primero irán hasta Córdoba y desde ahí partirán en la nave Kirk V. Es un viaje de cuatro días hasta la base marciana, donde entrenan los chicos seleccionados, mientras se adaptan al nuevo aire de aquel planeta.

 

Es una oportunidad única… No podemos darnos el lujo de desperdiciarla, le dicen todos los días, desde aquella tarde que recibieron el mensaje de la propuesta.

 

“¿Podemos?”, piensa Brunito. Desde que recibió la invitación, ya no lo dejaban ir a la plaza a jugar con sus amigos León y Figo. Le habían conseguido un entrenador virtual. Corría en el patio con sensores en las zapatillas y una especie de dron flotaba a su lado marcándole el ritmo, los ángulos, la biomecánica del pase. Brunito quería jugar con sus amigos, pero no decía nada. Solo demostraba con su rostro que el viaje poco le entusiasmaba.

Jugar con León y Figo era reír, escuchar gritos de gol con voces familiares, sentir que el pase los unía, tirarle un sombrero al agrandado de Javier le provocaba una satisfacción especial. Jugar en esa plaza llena de pinos en su Villa General Belgrano era su anhelo máximo, que Marte ni que Marte.

 

Pero desde que un holograma se apareció en el comedor de su casa con la noticia de que lo querían para jugar en el Real Marte United, su sonrisa desapareció. 

 

Lo habían visto jugar en una plaza detrás de la iglesia, entre pinos y piedras. No había cámaras, nadie lo filmaba. Solo estaban sus amigos y la pelota. Pero al parecer alguien lo vio, y avisó a Gretel Koothrappali, quien fue quien se presentó a modo de holograma para hacer la invitación. 

 

Gretel Koothrappali le dijo a la familia que habían analizado el estilo de juego de Brunito, que su gambeta tenía patrones que no aparecían desde hacía muchas décadas, que no se veía nada parecido desde que la leyenda de Lamine Yamal había dejado el fútbol.

 

Grillo, Di Stéfano, Maradona, Aimar, Messi y vos: Bruno Schawb. Ustedes tienen el gen, dijo Gretel Koothrappali.

 

Brunito había mirado sin contestar. La palabra “vos” le sonó extraña en esa voz sin acento, como si viniera de un archivo de sonido antiguo. Por el contrario, su papá y su mamá no pararon de decir sí a todo, en medio de una felicidad que él no entendía. ¿Por qué les daba felicidad que él se fuera de casa? ¿Por qué querían que dejara a sus amigos León y Figo? ¿Por qué festejaban ya no volver a celebrar cumpleaños juntos? ¿Por qué les daba alegría que dejara Villa General Belgrano?

 

A la siesta, mientras su mamá armaba la valija y su papá se tomaba un fernet con coca, escuchando música clásica (Un largo camino al cielo, de Rodrigo), en la pantalla gigante pasaban repeticiones de jugadas de Brunito: Brunito tirando un caño, Brunito eludiendo rivales, Brunito parándola de pecho y dando un pase de taquito, Brunito haciendo un sombrerito… todas eran jugadas en la plaza detrás de la iglesia, esa plaza que había sobrevivido al paso del tiempo –al igual que la antigua capilla -. En las redes sociales titulaban “la reencarnación de Messi”, “Argentina puede volver a soñar con el fútbol del nuevo Maradona”, “El rescate del fútbol antiguo”.

 

Brunito, con su camiseta de Belgrano, se puso unas zapatillas y saltó por la ventana. Caminó hasta la plaza, todavía vacía. Tocó una rama de pino, sus dedos se llenaron de resina. Inspiró y exhaló, y escuchó un sonido. Risas. Eran León y Figo.

 

¿Jugamos unas cabecitas?, preguntó Figo.

 

Empezaron a cavar. Y encontraron su tesoro, el que escondían siempre: una pelota vieja, agrietada. Brunito la sacó y pateó para arriba. Los tres se reían.

Hicieron unas cuantas cabeceaditas, la pelota no caía al suelo. Tic, tac, tic… tic, tac, tic… y así sucesivamente.

 

Brunito pensó en Marte, en el oxígeno artificial, en los estadios que flotaban como burbujas; en las ilusiones de sus padres. Te vas porque podés, Bruno, no como nosotros, le había dicho su papá. Eso pesaba más que la nave entera que lo transportaría de la Tierra a Marte.

 

Brunito, que tengas buen viaje. No te olvides de nosotros, lo saludó León.

Te queremos mucho, Brunito. Gracias por el gol que me dejaste hacerle al agrandado del Javier, le dijo Figo antes de abrazarlo.

Te vamos a extrañar, le dijeron ambos de manera coral.

 

Brunito regresó a su casa y miraba los pinos. Los colores de los pinos. Ese verde fuerte en verano, verde desgastado en invierno. Los hojas naranjas, amarillas, marroncitas. Las hojas de los árboles de Villa General Belgrano, las de ayer, hoy y siempre. Las hojas que contrastan con las sierras, con las edificaciones, los jardines floridos, los cipreses, robles, los arroyos… los pinos, los pinos, los pinos.

Brunito sentía nostalgia del presente, ya extrañaba los pinos de su vida, de su pueblo, de su tierra, de su planeta. Le costaba entender que tenía que dejar de jugar; porque dejar la plaza de Villa General Belgrano era dejar de jugar para comenzar a transformarse en un futbolista galáctico. Marte lo esperaba – y en Marte no hay pinos –; sus padres soñaban con esa partida. El sueño de todo pibe. Pero él, él no decía nada.

 

Cuando llegó a su casa, el atardecer se despedía. La valija ya estaba lista. Sus padres sonreían; aunque cierta tensión había en ese gesto, como si esperaran un gol en el último minuto. Brunito fijó los ojos en las paredes de madera, queriendo abrazar por última vez su hogar. El aroma a locro ya había desaparecido.

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