
Historias de Norma: relatos de una vecina con mucho para contar - Episodio 2
Conversaciones cotidianas, anécdotas y reflexiones desde la mirada de Norma, una vecina jubilada que encuentra en las palabras una forma de conectar con los demás.
El quinto relato de la serie que mezcla deporte, humor y paisajes del Valle ya está disponible en Calamuchitaenlinea.info. Marcos Villalobo vuelve a sorprender con un nuevo cuento cargado de ritmo, situaciones inesperadas y escenarios familiares para quienes conocen el corazón de Calamuchita. En "Una carrera contra el tiempo, perros, autos, suegra y amigos", el periodista y escritor pone el foco en Santa Rosa de Calamuchita para narrar, con humor y precisión, una aventura urbana en clave deportiva.
Cultura CalamuchitaAyer Marcos VillaloboGerardo Oscar Gallegos, protagonista de esta historia, corre literalmente contra el tiempo —y contra todo lo demás— para llegar a su práctica de entrenamiento. En el camino, debe esquivar obstáculos tan comunes como imprevisibles: perros sueltos, autos apurados, la suegra y un grupo de amigos que no siempre colaboran.
Este cuento forma parte de una propuesta literaria única para el Valle de Calamuchita, donde Villalobo combina con maestría deporte, historia y paisajes emblemáticos de cada localidad. Ya pasamos por Amboy, Segunda Usina, Villa del Dique, y ahora es el turno de Santa Rosa.
Descubrí esta nueva entrega, que no es solo una carrera cualquiera, sino una metáfora sobre la vida, el esfuerzo y las pequeñas grandes hazañas cotidianas.
Esta entrega es auspiciada por:
Por: Marcos J. Villalobo
Gerardo Oscar Gallegos mira la hora: si no se apura llegará, otra vez, tarde a la práctica. Se ata fuerte los cordones de sus zapatillas y sale a la calle. Las nubes en el cielo se mueven a una velocidad llamativa, como si quisieran motivar a Gerardo en su carrera a contrarreloj hasta la cancha de Deportivo Italiano. Los caminos de Santa Rosa de Calamuchita parecerán esta tarde un poema de obstáculos que tendrán la misión de retenerlo en su desesperada carrera. Nuestro protagonista sabe que el tiempo es su rival.
El Gerardo tiene 16 años, lleva en sus manos los botines gastados, y en su cabeza, la cancha y la gloria – ya se probó en River y Vélez, pero él sueña con Talleres –. Corre pensando que algún día tendrá esa oportunidad; y, también, imagina la posible reprimenda del viejo Acosta. Corre, corre, corre como si en ello se le fuese la vida – o al menos la dignidad de no llegar tarde otra vez –; dobla en la esquina y se encuentra con Pericles, el perro negro y fiero del vecino, el perro que lo mira mal desde el primer día que llegó a estas sierras cordobesas, el perro que ahora está suelto y que, con un gruñido bajo pero claro, le anuncia que no tiene intención de dejarlo pasar.
El ladrido lo hace frenar en seco. Pericles, un demonio en tres patas – perdió la pata delantera izquierda hace un año en una riña canina –, con la lengua afuera y los ojos llenos de maldad. Gerardo retrocede despacio, pero el bicho gruñe y avanza…
—Por favor, hoy no, Pericles, seamos amigos… —ruega.
Pericles no piensa lo mismo, y avanza.
Gerardo no duda: pega un pique desesperado y salta sobre un portón justo cuando el animal le tira un tarascón. Se queda colgado unos segundos, respira hondo y cae del otro lado, en el patio de una casa, un patio desconocido, o al menos no se da cuenta de quién es; escucha la voz de una señora preguntando quién anda ahí; nadie, señora, sólo un adolescente apurado. Se persigna y salta otra vez, y vuelve a la calle. Sale disparado antes de que alguien llame a la policía. Pericles no entiende de súplicas ni de apuros: solo entiende que ese es su territorio, y lo sigue unas cuadras. Ladra, aunque parece que, en vez de enojado, disfruta ver a ese humano correr desesperado.
Sigue en su andar apurado: el Gerardo esquiva autos y vecinos… de la ventana de una casa se escucha un fragmento de la canción de Rosana: “Si robaran el mapa del país de los sueños / Siempre queda el camino que te late por dentro / Si te caes te levantas, si te arrimas te espero / Llegaremos a tiempo…” Y Gerardo sigue, hasta que, de repente, una voz aguda lo paraliza.
—¡Gerardito! —la mamá de Eva, su novia. Gerardo gira con la mejor sonrisa que puede fingir en plena crisis. Aunque en silencio insulta al cielo: la put...
Ay, querido, qué alegría verte, la viste a Eva hoy, fue a la peluquería, no sabes lo linda que quedó, se hizo unos retoques re locos. No, no la vi, señora, pero ya es bella de por sí, seguro que le quedó lindo, dice Gerardo sin detenerse del todo, dando un paso hacia atrás, intentando escurrirse, pero la señora le toma la cara entre las manos como si fuese un nieto que hacía semanas que no veía. Cada día más lindo vos, qué suerte tiene mi hija. Gracias, señora, yo también me siento afortunado, pero en este momento debería… Pero la suegra no lo suelta, y le quiere contar que llegó su prima de Yacanto, que tiene un hijo que juega al fútbol y que hoy le hacen una prueba o algo así, pero Gerardo no puede prestarle atención, las agujas del reloj avanzan impiadosas. Y no tiene más remedio que hacer una jugada, como esas que le gustaría hacer esta tarde en el entrenamiento del predio Strada; entonces hace un movimiento rápido, un amague, un giro, parece el mismísimo Burrito Ortega, se libera y vuelve a la calle. Chau, Geradito, que suerte que tiene mi Eva.
Dobla en la esquina y un auto sale marcha atrás de un garaje sin mirar. Frena en seco.
—¡Eh, pendejo, mirá por dónde andás! —le grita el conductor. Gerardo se levanta rengueando, chequea que tiene los botines. No hay tiempo, no hay pausa: el fútbol llama, la prisa empuja; y el viejo Acosta ya lo debe estar recontraputeando. Se pone de pie, no hay tiempo para lamentos. Y sigue con su carrera, nuestro protagonista esta tarde parece tener alma de viento. (Sabe que el tiempo corre, pero el tiempo es más veloz que él).
Casas, cabañas, baldíos, las sierras, árboles –algarrobos, molle, espinillos –, bicicletas, motos, turistas paseando, las calles de Santa Rosa… Calamuchita y sus paisajes. Y él forma parte, esta tarde, del paisaje. Mira la hora, le quedan cinco minutos para llegar a tiempo. Pero hay un nuevo obstáculo a metros de la cancha. El último obstáculo tiene nombre y sonrisa ancha: Tito.
Sí, Tito, un ex compañero de la escuela primaria Gabriela Mistral. Tito con su abrazo abierto y su sonrisa de quien no tiene prisa se le acerca. Tito, perdón, no puedo hablar, llego tarde a la práctica y don Acosta me va a mandar al banco, le dice. Eh, te agrandaste, todo porque te vas a jugar a Talleres. Charlemos un ratito, exige Tito. Que Talleres ni qué Talleres, yo juego acá en Italiano. ¡Estás loco, Tito! Nos vemos en la semana, yo sigo viviendo cerca de la Terminal, te espero… El pasado quiere retenerlo, pero el Gerardo es futuro, posibilidad, intención de llegar a la práctica. Se escapa, deja atrás la voz, las risas, los recuerdos. Suerte, Gerardo, se escucha a los gritos.
Y llega a la cancha. Transpirado. Cansado. Llega cinco minutos tarde.
Se asoma por el alambrado y ve a los compañeros caminando la cancha. Respira hondo, cruza el portón y se acerca al viejo Acosta, que lo mira con la paciencia de quien ha visto mil veces la misma historia.
—Llegaste tarde, otra vez. No aprendes más.
—Sí, don Acosta, pero me pasó de todo, no-me-va-creer…
—La disciplina es clave en un deportista. ¿Vos querés ser futbolista?
— Má’vale, don Acosta, es mi sueño. Pero casi me come un perro, la mamá de mi novia me secuestró, un auto casi me choca y Tito, un ex compañero de la primaria, me quería abrazar…
El viejo Acosta lo mira sin inmutarse.
— No me mienta, hijo: no sirven las excusas. Andá a calentar. Les dije este horario a propósito, no quería que nadie llegue tarde. En una hora viene una gente de Córdoba, de Talleres, y los quieren ver a vos, a tu primo, al Gringo Piacentini y a un pibe que vino de Yacanto.
Gerardo queda mudo. Sus pies no se mueven, parecen clavados en el suelo pedregoso. ¿Que que qué? El viejo Acosta lo tranquiliza, le dice que vaya a tomar agua, que descanse un poco y se concentre, que llega la oportunidad que esperaba: Talleres. Gerardo Oscar Gallegos suspira, se ata los sueños, y entra a la cancha. Cierra los ojos: la felicidad, tal vez. Ya no hay que correr: llega el tiempo de jugar.
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